Cada año, el calendario marcaba la fecha de mi cumpleaños con la misma rutina silenciosa. Los días pasaban, y mientras el mundo seguía girando, mi cumpleaños llegaba y se iba sin una sola felicitación, sin una sola mención. Al principio, era solo una sensación de tristeza pasajera, pero con el tiempo, la falta de reconocimiento se convirtió en una herida profunda. Sentía que no era digno de ser celebrado, como si mi existencia misma fuera insignificante para los demás.
Un día, mientras me encontraba en medio de otra celebración de cumpleaños de un amigo, observé cómo la alegría y el entusiasmo llenaban la sala. En lugar de sentir envidia, algo cambió dentro de mí. Comencé a reflexionar sobre el verdadero significado de los cumpleaños. No se trataba solo de recibir felicitaciones y regalos; se trataba de celebrar la vida, de honrar la existencia que cada uno de nosotros tiene, sin importar la forma en que los demás la reconozcan.
Decidí que si no podía esperar a que otros celebraran mi vida, entonces lo haría yo mismo. Comencé a cambiar mi perspectiva. En lugar de esperar que el mundo me diera validación, empecé a buscar maneras de celebrar mi propia existencia de forma significativa. Comencé a hacer cosas que me traían alegría: tomé clases de pintura, exploré nuevas rutas en la naturaleza, y me dediqué a escribir sobre mis experiencias y sentimientos.
A medida que pasaban los años, mi cumpleaños se convirtió en un día de reflexión y autocompasión. Empecé a celebrar no solo el día en sí, sino también el viaje que había recorrido hasta ese momento. Aprendí a valorarme por lo que soy, no por lo que los demás piensan de mí. Cada cumpleaños se convirtió en una oportunidad para reafirmar mi valor, para recordar que mi existencia tiene significado, incluso si no siempre es reconocida por los demás.
El cumpleaños olvidado me enseñó a encontrar mi propio valor y a celebrar mi vida, independientemente de las felicitaciones o la falta de ellas. He descubierto que mi valor no está en la atención que recibo, sino en la forma en que elijo ver y apreciar mi propia existencia. Y así, cada año, cuando llega mi cumpleaños, me celebro a mí mismo con la certeza de que mi vida, con sus altibajos, es digna de ser celebrada.