El día que me dejaron en la calle, sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos. Caminé sin rumbo, buscando un rostro familiar, un lugar donde pudiera sentirme segura nuevamente. Pero no encontré nada más que puertas cerradas y miradas de desdén. Las palabras que escuché antes de que se marcharan resonaban en mi mente: “Es fea, nadie querrá un perro así”. Esas palabras me marcaron profundamente, y pronto, la tristeza comenzó a apoderarse de mí.
Pasé días, incluso semanas, vagando sola. Las noches eran frías y largas, y el hambre y la sed se convirtieron en mis constantes compañeras. Me escondía en rincones oscuros, intentando escapar del mundo que me había rechazado. Ya no tenía a nadie con quien jugar, nadie a quien dar mi amor. Mi pelaje estaba sucio y enredado, y mi cuerpo se debilitaba cada día más. Pero lo peor de todo era la soledad, una sensación tan pesada que casi no podía soportarla.
Un día, cuando ya casi había perdido toda esperanza, una mujer pasó por mi lado. Al principio, pensé que simplemente me ignoraría como los demás, pero ella se detuvo. Me miró con ojos llenos de compasión, y algo en su voz me hizo sentir que no estaba sola. Me habló suavemente y extendió su mano hacia mí. Dudé, pero la necesidad de cariño fue más fuerte que mi miedo.
Ella me llevó a su casa, un lugar cálido y acogedor, donde me dio comida, agua y un lugar para descansar. Pero más que eso, me dio amor. Poco a poco, con su paciencia y cuidado, empecé a sentirme mejor. Mi pelaje volvió a brillar, y mi corazón, que creía roto, comenzó a sanar. Descubrí que la belleza no está en el exterior, sino en el amor y la bondad que llevamos dentro.
Hoy, vivo feliz al lado de mi nueva familia. He aprendido que no importa cómo luzcamos por fuera, lo que realmente importa es el amor que compartimos y la alegría que traemos a los demás. Me sentí deprimida y sola, pero gracias a la amabilidad de una persona, encontré un nuevo hogar y redescubrí mi valor.